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HISTORIAS DEL CANTE ANDALUZ XXXIX |
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HISTORIAS DEL CANTE ANDALUZ
MEMORIAS DE MANOLO CARACOL (XXXIX)
En el centenario
de Manolo Caracol,
El genio de la
Alameda
En este año de efemérides son muchos los nombres de los que se cumple el centenario de su nacimiento y a los que apelar a la hora de reconstruir la historia del flamenco, mas si hay una trinidad inexcusable en esa guía, esa sería, por orden cronológico, la formada por El Sevillano, a quien ya elmundo.es le dedicó un especial, Antonio Mairena, del que nos ocuparemos en los primeros días de septiembre, y Manolo Caracol, legatario de una de las familias más significativas de lo jondo y la voz que aún reina bajo el cielo estrellado de la Alameda sevillama. Y es que Manuel Ortega Juárez era tataranieto del Planeta por línea materna y, al ser hijo de Caracol el del Bulto, también lo era de José el Águila y de Rufina, la hija de Curro Durse, además de sobrino de las bailaoras Carlota y Rita Ortega, y biznieto de Enrique Ortega 'El Gordo Viejo'. Vino al mundo en el número 10 de la sevillana calle Lumbreras, en el Corral de los Frailes, el 7 de julio de 1909. Eran las tres de la tarde y ya recibió del padre el apodo de Caracol, heredado de su padre según el remoquete que le pusiera la Tía Gabriela, madre de los Gallos, por tirarle de un pelotazo una olla de caracoles.
Nacido para el cante de la mano de don Antonio Chacón, compartió con El Tenazas de Morón el primer premio del Concurso de Granada el 14 de junio de 1922, participando con el viejo cantaor en numerosas actuaciones con los ganadores, como la del Teatro Reina Victoria, de Sevilla, y girando por el territorio nacional con los maestros de entonces, tal que Chacón, Manuel Torre, Centeno y El Gloria.
Es obvio señalar que su calidad cantaora le lleva a cantar en los locales de la Alameda y en las ventas, así como a ser el reclamo a partir de 1924 de la aristocracia y de personajes como don Miguel Primo de Rivera, el duque de Tetuán, el conde los Andes, la duquesa de Osuna..., además de figurar en los más importantes elencos, tal que en 1925, donde aparece en el Salón de Verano del Teatro Centro, de Madrid (hoy Teatro Calderón), junto a Pastora Pavón, Pepe Marchena y El Cojo de Málaga, o en 1929, donde en Granada hizo lo propio con Manuel Torre.
El 30 de octubre de 1930 contrae matrimonio con la jerezana Luisa Gómez Junquera, desposada en la sevillana Parroquia de San Lorenzo Mártir "ante el altar de Jesús del Gran Poder, durando la celebración de la boda seis días seguidos en Sevilla", según confesó el propio artista al Diario Pueblo. Los apadrinan el torero Joaquín Cagancho y fruto de ese matrimonio nacieron sus hijos Enrique, Luisa, Lola y Manuela.
Curiosamente, estando Caracol de viaje de bodas en Madrid, debuta en la discografía con siete placas con el sello Odeón, que se encontraba en la calle Cedaceros, en los altos del cabaret El Lido. En estas grabaciones, secundadas por Manolo de Badajoz, destacan seis cortes de fandangos -estilos de Rebollo y El Carbonerillo-, dos seguiriyas y otras tantas medias granaínas -estilos de Antonio Chacón y Manuel Torre-, así como unas bulerías por soleá y unas soleares, cantes en los que se constata la calidad expresiva de un artista sin cotejo, como bien evidencia con la creación de un fandango basado en el de su tío Enrique el Almendro, y, además, en la séptima placa, en la que registra una granaína y dos saetas ('Desatadle las muñecas' y 'Ahí delante lo lleva').
Tras triunfar en Cádiz, San Fernando y Sevilla, hacia 1935 se instala en Madrid y el 18 de julio de 1936 le cogió la guerra civil actuando con Pastora Pavón y Pepe Pinto en la plaza de toros de Jaén, con lo que vuelve a la capital hasta concluida la contienda, en que protagoniza con El Sevillano, Juanito Valderrama y Pepe Pinto el espectáculo 'Cuatro faraones', para luego regresar a Sevilla y presentarse en el Teatro Cervantes con el espectáculo 'Luces de España', con Pastora Imperio, Custodia Romero, Rafael Ortega y Melchor de Marchena, un fracaso que contrastó con el éxito que en 1941 obtuvo en la compañía de Concha Piquer.
Llevó el cante al teatro...
Desde entonces, Caracol, que siempre se jactó de haber llevado el cante al teatro, consumó el hecho cuando en 1943 se apoya en las propuestas de Quintero, León y Quiroga creando junto a Lola Flores los espectáculos 'Zambra'. El primero fue 'Zambra 1944', y así hasta seis, en los que, sobre el paisaje musical de la orquesta y la guitarra, el cante de Caracol y el baile de Lola dibujaban estampas que, si bien fracasaron en su debut en Valencia, provocarían hasta finales de los cincuenta la apoteosis en todos los teatros españoles.
Hay que señalar, a reglón seguido, que estas estampas escenificadas -'La niña de fuego', 'La Salvaora', 'Pepa Bandera'...-, encontraron la inspiración en la casa de Juan de Orduña, en la madrileña calle Ventura de la Vega, donde el cineasta invitó a Pastora Imperio y a Caracol, testigos de cómo un pianista y un letrista presentaban una creación titulada 'Gitana blanca' para Pastora, idea que tomó para sí Manolo Caracol, que encontró en Lola Flores a su mejor partenaire.
...y al cine
Aunque en el terreno cinematógrafo Caracol aparece en 'Un caballero famoso' (1942) y 'Jack el Negro' (1950), de esta unión surgirían igualmente películas como 'Embrujo' (1946), que tuvo una magnífica acogida de la crítica, o 'La niña de la venta' (1951), donde también participan Caracol el del Bulto y el bailaor Rafael Ortega, además de grandes triunfos, hasta la ruptura definitiva de la pareja hacia 1951 a causa de la resistencia de Caracol a marcharse a América.
Ello obligó a Caracol a buscar recambio sin suerte en Pacita Tomás, a presentar en 1951 a su hija Luisa Ortega en el Teatro Calderón, de Madrid, y a girar por América con Pilar López, para luego formar compañía con sus hijos en 1952, a los que presentó en la capital del Reino a través del espectáculo 'La copla nueva', tras cuya estela siguieron 'Color moreno', 'Arte español' y 'Torres de España' hasta 1957, marchando a América con la familia y su yerno Arturo en 1958.
Manolo Caracol, heredero de una de las más importantes dinastías flamencas, siempre fue fiel al principio de que "el cante hay que hacerlo caricia jonda, pellizco chico", sentencia que puso de manifiesto en 'Una historia del cante flamenco', la antología de dos discos que, dirigida por el profesor Manuel García Matos y grabada en 1957 con motivo de sus bodas de plata con el cante junto a Melchor de Marchena, salió a la luz un año después.
Paradójicamente, medio siglo más tarde fue vejado por Arcángel en el Teatro Albéniz, de Madrid, según confesó su hija Luisa Ortega y su nieta Salomé Pavón, cuando asistieron al espectáculo 'Zambra 5.1'.
De gira por América
Sin perder la estela de este genio sevillano, Caracol gira de nuevo con sus hijos por América durante tres años, y en 1961 estrena con su hija, Luisa Ortega, y su yerno, Arturo Pavón, el espectáculo 'La copla ha vuelto'.
Tras el éxito alcanzado en 1962 con su familia en el tablao Torres Bermeja, de don Felipe García, Caracol inaugura en Madrid el 1 de marzo de 1963 el Tablao Los Canasteros, local sito en la calle Barbieri por el que desfilaron los más grandes de la época, desde Trini España a Terremoto de Jerez, pasando por Melchor, Paco Cepero, La Perla de Cádiz o María Vargas.
A esta nueva faceta empresarial hay que añadir la amplitud de miras del creador de un lenguaje expresivo que vio recompensada su labor con la Medalla de Oro de la III Semana de Estudios Flamencos de Málaga (1965), el homenaje de la IX Fiesta de la Vendimia de Jerez de la Frontera (1966), la Real Orden de Isabel la Católica (1969), 'Popular' del diario Pueblo (1970) y, entre otros, los homenajes del Potaje Gitano de Utrera (1971 y 1973) o la VII Fiesta de la Bulería (1973).
La despedida de Caracol de los estudios discográficos fue un año antes de su muerte, en 1972, en que ve la luz 'Mis Bodas de Oro con el cante', disco que alberga su último fandango y su última zambra, en la que lloró por su mujer, Luisa, recientemente fallecida, una obra que precede a aquella frase sólo atribuida a artistas de su índole: "Cuando yo me muera, ¡ozú que lío!".
Esculpido con el
buril de sus cantes
En las grabaciones de Manolo Caracol, tanto en las realizadas junto a la
guitarra de Manolo de Badajoz (1930 en Odeón) como con Niño Ricardo (en Columbia
en 1942, 1944 y 1958, pero éstos editados por RCA en 1971 y 1972), Paco Aguilera
(de 1945 a 1950 en La Voz de su Amo), Melchor de Marchena (de 1950 en Regal y de
1953 a 1972 en Columbia), Moraito de Jerez (1951 y 1952 en Columbia), o Juan
Habichuela (1962), se constata que era uno de los más grandes artista en el
escenario, pero también se intuye que tuvo que ser una fiera en un cuarto.
Y es que más allá de la zambra, a la que le confirió la esencia de los sonidos negros, Manolo Caracol fue la densidad expresiva mejor desordenada de lo profundo, tal y como puso de manifiesto por cantiñas (alegrías y mirabrás); saetas; bulerías de cuño propio o con sones evocadores a Cádiz, Jerez y Utrera, y tientos de su cosecha y tangos de Frijones y Pastora Pavón.
Pero también fue el carcelero de lo muy gitano, como lo delata el mundo oscuro de los sonidos hecho arte en la malagueña de El Mellizo o gaditana, como así la llamó en 1944; sus seguiriyas con preferencia de Los Puertos y Jerez; sus soleares de Cádiz y Alcalá o la variante de creación propia que nos legó en 1958 como cierre de una caña e inspirada en Frijones, ('Y anda y no presumas más'); la bulería por soleá, tan singular en sus registros, o los fandangos de su tío Enrique el Almendro, aparte de que también recreó sobre las variantes onubenses de Juan María Blanco ('Era hondillo y sin soga') y la de Huelva capital ('Toas las mujeres llevan').
Por fortuna para la silenciosa militancia caracolera, la imagen de este sevillano irrepetible, de ecos estremecedores y lastimar recio, de cuerpo proporcionado y orgulloso semblante, despierta en todos sentimientos evocadores que se exteriorizan en emocionantes manifestaciones de cariño, tal y como se constata en la ofrenda floral con que anualmente le honra la Peña Pies de Plomo de Sevilla.
La personalidad y la tendencia establecida por Manolo Caracol están, pues, totalmente presentes en su centenario y reflejada en la sabiduría de los cabales. Porque es cierto que su figura artística y su magnitud teatral ganó adeptos en perjuicio -queremos pensar- de su desconocida y básica obra, pero cuando los comentarios se apoyan en las fonotecas, su discografía les hace experimentar una creciente mutación estimativa: de ser el abanderado de la heterodoxia y la arbitrariedad estilística, pasan a encarnar, en el extremo opuesto, la más radical versión de un artista comprometido con su tiempo y un cantaor gitano garante de las duquelas de su etnia.
Desde estos presupuestos, Caracol, en contra de lo muchos piensan, no era solamente la 'Zambra', 'La Salvaora' o 'La Niña de Fuego'. También consiguió que nuestro corazón latiera más rápido, pues lo mismo encarcelaba en los estrechos rincones de una copla la intensidad de la emoción que produce un sentimiento jondo, que cortaba la respiración con las dolientes aristas de su queja o bordaba los tercios con diamantes de melodías entrecortadas.
Al tiempo del centenario de su nacimiento hay que llamar, pues, la atención sobre esta paradoja, porque la observación crítica prefirió abordar al personaje a través de su biografía teatral, con el riesgo de embalsamar la imagen más banal del sevillano, cosa que no por real dejaba de ser una estudiada actitud artística.
Empero, pese a que Caracol jugó con todos los recursos, a que entraba y salía del compás a su antojo o a que detentaba un latigazo emocional espeluznante sin pretensiones de magisterio -para el que no tenía cualidades-, el biznieto de Curro Durse fue de una profundidad tan admirativa como veteada de simbologías.
Mas sin perder las intenciones que estos apuntes pretenden registrar, bastaría con darse un paseo por la Alameda sevillana y pararse ante el busto de Sebastián Santos, que llama la atención se mire por donde se mire. De entrada, impresiona vivamente la absorción sabia del escultor y la sensibilidad de su destreza para trazar prodigiosamente la cabeza de un artista que primeramente provoca el interés y la fijeza por mirar de frente al cante, como debe ser.
Un recorrido visual por la obra conduce a un proceso de vivencia desdoblada: por una parte, la vida real del genio en su Alameda; por otra, la vida que le imaginamos a través de sus ejecuciones flamencas.
Según cuentan quienes le trataron en la intimidad, se defendió del mundo real con la hosquedad, la grosería o la indiferencia. El mundo imaginado por sus seguidores sería su único y auténtico universo, aquel en el que halló la felicidad expresada por mor de un sonar vibrante que desemboca rápidamente en un lenguaje lacerante, que nos sorprende, a su vez, por su verdad íntima, su jondura escondida y su desinterés por unas normas establecidas no se sabe bien por quién ni quiénes.
La escultura produce, igualmente, una favorable impresión, tanto porque el gesto altanero de Caracol denota la energía y singulares características que le eran propias, cuanto por unos ojos entreabiertos que revelan la gravedad y profundidad de una naturaleza privilegiada.
Estamos, por tanto, ante una obra que conmueve de frente, impresiona de perfil y produce plena satisfacción desde cualquier ángulo. Pero destaca mismamente porque en su escondida mirada están presentes los arrebatos momentáneos del genio, quedando la mano derecha a modo de ofrecimiento de aquellas melodías jondas que el cantaor vistió de los más diversos ropajes.
Por último, ante un monumento de esta índole, la verdad es que uno no sabe qué es más digno de admirar, si la coherencia lógica del eminente escultor o la profunda personalidad que cada una de sus partes integrantes revela aisladamente. Sea como fuere, lo cierto es que José Antonio Blázquez y Ana María Bueno quedaron encadenados en ese bronce y sólo una queja trepidante que arrastre sones del 'Carcelero, carcelero', podrá desencadenarlos. Y es que a este monumento de Caracol sólo le falta la 'bajañí' de Melchor de Marchena a fin de que los trémolos del mago adviertan a las generaciones venideras, a modo de epitafio, que ningún genio fue empañado jamás por el aliento de los críticos.
A merced de los
políticos
A pocos días del homenaje que la Agencia Andaluza para el
Desarrollo del Flamenco iba a rendir a Arturo Pavón, allá por el mes de marzo, y
cuando ya el ente había anunciado que pondría el legado de Manolo Caracol al
servicio de la ciudadanía con motivo del centenario de su nacimiento, hubo
familiares de ambos que rompieron el silencio, como Salomé Pavón, para la que
"todo es humo y fotografía, la verdadera herencia que hay que transmitir es la
estética gitana del arte, y eso no le interesa al poder".
Obvio es señalar que, como manifestaba el escritor Joaquín Albaicín, "las cosas no se están haciendo bien", a lo que habría que añadir que nunca se hicieron bien. ¿Acaso tuvo Arturo Pavón, yerno de Manolo Caracol, el protagonismo que su figura demandaba en la Bienal de Sevilla? Por supuesto que no. ¿Pero es que acaso se adelantó la Bienal al centenario de Manolo Caracol en su última edición?
La familia tiene, pues, motivos para el desencanto. Y si no que le pregunten a Salomé, su hija, "única cantaora en activo de su dinastía y uno de los tres únicos artistas a quienes acompañó largas temporadas al piano en el curso de toda su carrera", que ni tan siquiera fue contactada para participar en la gala dedicada a su memoria, al menos para que hiciera "igual que Caracol, que dio el espaldarazo a su hija, Luisa Ortega, en aquella recordada y ya histórica noche en el Teatro Calderón de Madrid".
Para tan celebrada efemérides, había un proyecto que me temo que va a quedar ya archivado donde habita el olvido, pero como escribió Albaicín, "su aspiración de llevar a las tablas teatrales un gran musical evocador de su figura y con una estructura totalmente inédita en la historia del flamenco, no ha recibido otra respuesta institucional que los oídos sordos".
De abuelos a nietos
Y es una pena, porque Salomé Pavón Ortega (Madrid, 1964), aunque no es una artista profesional, sí es una cantaora que admite como pocas la metáfora de ser un palimpsesto de identidad, ya que por las venas le corre la genialidad y magisterio de sus abuelos, Manolo Caracol y Pastora Pavón, y el embrujo de sus padres, Arturo y Luisa, lo que más que una seguridad de presentación supone una rémora a la hora de ejecutar cuanto de adeudo lleva en sus entrañas.
"Portar abolengo hondo, cantar puro, disfrutar de cartel y pensar en artista, que no en funcionario", son méritos suficientes para ser flamenco, pero no para estar en el homenaje a su abuelo. "Pero no importa. Si no en 2009, será en 2010, o en 2012, o en 2020... Los políticos pasan, y rápido. Los genios, su obra y aura, son de hoja perenne. Le pese a quien le pese, nunca sucumben ni se marchitan", confiesa Albaicín.
Para el escritor y especialista, "guste o no a la Agencia Andaluza de Flamenco, el arte flamenco es patrimonio de las dinastías flamencas", por lo que "ignorarlas o darlas alegremente por extintas, hacer y deshacer festivales y homenajes a golpe de compadreo como si aquellas no existieran, ejercitar tentativas de acallar las voces de raigambre verdaderamente honda en aras de dar cumplimiento a agendas de corte político, no supone sino faltar al respeto al flamenco. A quienes lo encarnan y a quienes con el alma lo degustan".
A la luz de estas declaraciones, lo que sorprende al sentido común y a la propia esencia del cante que propugnaba Caracol, el cante gitano, es que la única cantaora en activo de los Pavón y los Ortega, quede fuera de una filosofía organizativa que se contradice cuando, por el contrario, se rinde pleitesía a otros artistas "aunque no sea lo políticamente correcto".
Y, en cualquier caso, como plantea Joaquín Albaicín, «Manolo Caracol también tenía derecho a pronunciarse? y se pronunció. Le pesara a quien le pesara», planteando la eterna pregunta: «¿Homenajes a los flamencos?. Los que se tercien. Pero, por favor, con criterio flamenco». Pues eso.
Un maldito vendaval en la curva
Hay tres rasgos que sustentan la universalidad del flamenco y que subyacen tanto en el elemento apolíneo del entretenimiento como en la satisfacción que éste nos produce, tal que la función que cumple a lo largo de la historia, el modo con que lo utilizamos para vencer las cargas de la vida cotidiana y el uso que de él se hace para fusionar al individuo con el todo.
Entremos, pues, en estos razonamientos. Por un lado, la función del arte no puede resumirse con una sola fórmula ni mucho menos extrapolarla a través del tiempo, ya que satisface múltiples y variadas necesidades y su destino es tan cambiante como la propia sociedad que lo consume.
Tendemos, de otra parte, con excesiva facilidad, a considerar como algo natural por inexplicable un fenómeno sorprendente y no reparamos en el modo con que el aficionado reacciona ante la "irrealidad" -la genialidad imperfecta del cante-, como si se tratase de una intensificación de la realidad.
Por último, el deseo del hombre de expansionarse, de completar su ser, indica que es algo más que un individuo. En tal sentido, sabe que sólo puede alcanzar la plenitud, la totalidad, si toma posesión de aquellas experiencias de los demás que puedan ser potencialmente suyas.
Pues bien, estas peculiaridades se identifican plenamente con la figura y obra de Manolo Caracol, el sevillano de la calle Lumbreras que nos enseñó la forma de absorber la realidad pero que también incardinó en nosotros la excitación que nos produce el no controlarla, esto es, situarnos ante la contemplación de la realidad indominada.
El monumento, en 1991
A estas reflexiones llegábamos aquel 16 de mayo de 1991 cuando su monumento en bronce, esculpido por Sebastián Santos y fundido en los talleres que Marcelo el del Bronce tiene en Valencina, era colocado en la mítica Alameda de Hércules sevillana, al par que recordaba con los dos caracoleros mayores del Reino aquella sentencia de que "el cante hay que hacerlo caricia jonda, pellizco chico".
Fue entonces que en un bar de aquella Alameda que supo de los Torre, los Pavones, La Macarrona, La Malena y los Ortega, teorizábamos acerca del complejo anarquismo de un manantial de triste alegría que, a poco que nos acerquemos a su obra, ha resultado ser más bastante más provechoso que pernicioso, como algunos apuntaron.
Huelga decir que hablábamos en voz alta con el querido compañero y amigo en el recuerdo José Antonio Blázquez, caracolero hasta las trancas y sin duda alguna una de las plumas más hermosas de la crítica flamenca, y la maestra de baile Ana María Bueno.
Manolo Caracol, les decía, fue un artista tan colosal e intransferible que, por dominar como nadie la doma de la escena, nunca fue vencido por la bestia del cante. Tal aserto fue una sorpresa para sus oídos y los de José Luis Montoya, otro caracolero ejemplar allí presente. Anótese para el lego que ellos, como algunos aún hoy día, pensaban que quien les hablaba era "un mero mairenista de cabeza cuadrada". Craso error, porque en la susodicha "cuadratura" están almacenadas y analizadas las obras de Caracol, Pastora, Vallejo, Tomás, Manuel Torre, Marchena y tantos otros. Ah, y la de Antonio Mairena por supuesto.
Aquel sevillano gaditanizado que esquivó la lección de los clásicos y que, confundiéndolos y desordenándolos cuantas veces le dio la gana y quiso, optó por ser el mismo y por revestirlo todo con lo más abrupto de su queja, por fin estaba en la Alameda que lo vio nacer, para que todos reflexionáramos sobre su hiriente sinceridad -"hago el cante gitano tan difícil que algunos ni me comprenden"-, y comprendiéramos que el entusiasmo de sus seguidores no era infundado.
Y así ocurrió. El encuentro de Sevilla con este Caracol perpetuado para siempre en bronce, fue de los más justos y conmovedores que se hayan producido entre el artista y sus corifeos, ora porque la libertad de que gozaba fue como un bálsamo para su dificultosa personalidad, ora por la vanidad de un personaje que los apresó por sus versiones inspiradas, poderosas, libres y apasionadas. Y me explico.
Momentos difíciles
Por un lado, estaba el tesón y la generosidad de la presidenta de la comisión pro-monumento, Ana María Bueno, que nunca regateó esfuerzos impagados ni elogios para aquel a quien llegaron a llamar "el más grande que dieron los siglos".
Por otro, el resarcimiento de aquella mayoría plañidera que hizo mutis por el foro cuando llegaron los difíciles momentos en que perdieron al artista, el 24 de febrero de 1973, cuando "un vendaval maldito", como decía Blázquez, lo despidió de una curva para proyectarse contra un poste de teléfono.
Era sábado. Caracol había salido de 'Villa Abuela Luisa', su chalet madrileño de Casa Quemada, en el kilómetro 15 de la carretera de La Coruña, camino de Los Canasteros. Iba en su Mercedes conducido por el chofer, Isidro González, cuando en el kilómetro 9,700 del Puente de los Franceses, en las proximidades de Aravaca, se despidió de este mundo la rama más frondosa del árbol flamenco.
Manuel Martín Martín | Sevilla. Actualizado domingo 05/07/2009
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