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HISTORIAS DEL CANTE ANDALUZ XXV |
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HISTORIAS DEL CANTE ANDALUZ
LA «CASA DE LA MACILENTA» (XXV)
LA «CASA DE LA MACILENTA» Y EL CANTE DE CHACÓN. UN ENREDO AMOROSO.
Durante la guerra, un señorito de El Coronil que había sido muy amigo de Manuel Torre solía llamarnos, a Manolo de Huelva y a mí, a Casa de la Macilenta, que era una de las casas de trato de más postín de la Sevilla de entonces. Algunas veces hacía que acudiéramos hasta dos veces en el día, para echar un rato de fiesta. La dueña de la Casa, La Macilenta, era ya una mujer vieja, con la boca postiza y el pelo pintado, que cantaba por cartageneras y hacía los cantes de Chacón, del que había sido amiga en otros tiempos. A 1a Macilenta le dio por mí, que tenía treinta años menos que ella, y no quería más que tenerme a su lado y cantarme sus cartageneras. Durante bastante tiempo yo tuve que empaparme de aquellos cantes levantinos, a los que ella era tan aficionada, hasta aprenderme de memoria los cantes que hacía Chacón.
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Eran unos años duros, llenos de angustia y de miserias, en un ambiente
alucinante de señoritos marchosos, pícaros, militares y mujeres de la vida, en
el que me ocurrieron un sin fin de cosas que hoy pueden parecer de pesadilla.
Andaban entonces por la Alameda unos tíos increíbles, que eran típicos de la
vida nocturna de Sevilla y de sus círculos flamencos. Uno de estos era el
Niño de la Ramona,
un antiguo cantaor retirado, ya sesentón, fuerte y alto. Era un individuo de
facha siniestra que se presentaba en las fiestas y reuniones sin que nadie lo
llamara y que, por menos de ¿ pito, provocaba una discusión y, antes de que
nadie puediera darse cuenta, le daba un guantazo al más pintado. Nada más
aparecer e una reunión, se aguaba la fiesta. En el Pasaje del Duque, en la
Europa y en otros establecimientos le echaban café de balde e incluso le daban
dos pesetas cada día que se presentaba, para que se fuera, porque tenía mal
genío. Y como andaba por aquellos lugares a diarío, era como si cobrara una
pensión. Los camareros y taxistas de la Alameda se ponían muchas veces de
acuerdo y le gastaban bromas pesadas. Recuerdo que una vez le rociaron el
sombrero con petróleo y le metieron fuego; no veas al
Niño de 1a Ramona
correr por medio de la Alameda, espantado y dando grito con él sombrero en
llamas. A mí no me gustaban estas cosas y hacía todo lo posible por mantenerme
al margen de ellas, porque
solo
traían complicaciones, enemistades y
disgusto y yo era un profesional que tenía que buscarme la vida en lo mío para
poder vivir y sacar, adelante mi familia
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Tenía yo bastante amistad entonces con el taxista de la Alameda al que llamaban el Tartaja, que era muy juerguista y amigo de todos los artistas. Muchas veces yo le acompañaba en el coche cuando iba a la Estación de Cádiz a recoger viajeros. Un día nos fuimos a la Estación, y allí vimos a dos muchachas vestidas de negro, a las que el Tartaja les ofreció coche para llevarlas. Las metió en el coche nos fuimos los cuatro para la Alameda, donde las íbamos a invitar a café. Cuando llegamos a la Alameda estaban reunidos Antonio Rangel, el Posaero, Gutiérrez el guitarrista y otros. Tomamos café con las muchachas, que nos contaron que a sus novios los había matado una bomba en el frente de Córdoba, y que ellas se habían venido a Sevilla para colocarse. Una de ellas era una preciosidad, morena y con una mata de pelo muy negro. Se llamaba Amparo y era de Cádiz. Por lo visto, según me refirió, sus padres, que no andaban malamente, no querían saber nada de ella desde que se fue con su novio o lo que fuera. Por eso temía volver a Cádiz. Amparo era muy graciosa cantiñeando, v pronto envolvió a Gutiérrez, al que traía loco. Gutiérrez se enamoró y se gastó los ojos con ella. Pero Amparo terminó dejándolo, y el pobre hombre se quejaba a mí de esto. La muchacha se había encaprichado conmigo, y ya no me dejaba ni a sol ni a sombra. Un día nos pusimos los dos a tomar aguardiente y nos fuimos para Triana. Yo estaba muy borracho, y ella, en vez de llevarme a la pensión de la calle Jáuregui, me metió en una casa de tapado y me acostó. Cuando desperté, ya por la noche, me vi tendido en la cama, vestido y con ;los zapatos quitados. Me di cuenta de que aquella mujer me había enredado Luego Amparo se fue a casa de la Asunción, que era una mujer que había estado con Canalejas y con Vallejo, y le alquiló una habitación que daba a la calle. Y allí terminábamos los dos todas las noches. Muchas madrugadas iban allí a buscarme Diego el de Brenes, que iba a Sevilla por sus asuntos de la carne para luego irse de fiesta, y el Pirri, excelente gitano de Chiclana, tratante de ganado y formidable conocedor de cantes. De él escuché yo por primera vez la liviana simple. Me llamaban para que me fuera con ellos, diciéndome siempre que me llevara a Amparo, de la que estaban prendados los dos viejos. Ella se daba cuenta y lo decía riéndose. Yo estaba completamente enredado con aquella mujer y me gastaba con ella lo que no beía y casi lo que no podía. Le dije que aquello no podía seguir, porque ni ella trabajaba ni yo tenía medios para mantenerla. Entonces ella fue y se colocó en el Excelsior, pero la realidad es que no atendía al trabajo, pues, por ir de los celos, no quería dejarme solo en nigun momento. Yo tenía perdida mi libertad. Más una vez me quité de enmedio y me refugie en Mairena, pero ella se presentaba enseguida allí en un coche a por mí, hasta que mi familia se dio cuenta del asunto. Por fin, un dia le dije que lo nuestro se había terminado por completo y que ella tenía la culpa de todo incluso la tuve que amenazar para que se fuera. Le conseguí algún dinero, poco dinero, v la acompañé al tren, que se la llevó a Grana
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Creía yo que ya no volvería a ver a Amparo pero, algún tiempo después, me llamó
por teléfono diciéndome que estaba de paso en villa, pues se iba para Valencia,
y quería aunque sólo fuera un rato: el tiempo cenar juntos. Me citó en las
Siete Puertas, Yo no hacía más
que cavilar si debía ir o no, hasta que por fin me decidí a acudir a la cita.
En las Siete Puertas
me encontré a la Amparo convertida en una
gran señora, llena de alhajas. Me dijo que se había casado. Su marido debía
tener mucho dinero. Y yo entonces andaba sin un céntimo. Todavía nos vimos
después en una habitación que había alquilado en un hotel que había en la
Alameda, llamado Hotel Continental, el cual se construyó precisamente donde
había estado la casa de Joselito
el
Gallo. Pero yo
salí de allí con un pretexto y escurrí el bulto... y hasta hoy.
Las confesiones de Antonio Mairena, escritas por Ricardo Molina |
El Arte de Vivir el Flamenco © 2003 |