ÁNGELA MOLINA

ENTREVISTA A ÁNGELA MOLINA

Ángela Molina: “Mi hija me cuenta que cierran las discotecas con la versión rap de ‘Soy minero’. El arte está vivo, lo demás son juicios”

La artista está presente. La racial y folclórica de su padre; y la onírica y surreal de su maestro. Repasamos con Ángela Molina momentos de su vida y sus dos Españas, la de Antonio Molina y la de Luis Buñuel. ¿O son solo una?

Ángela Molina (Madrid, 66 años) se dio cuenta un día de que su cara era “mayor” que su pelo y dejó de teñirse las canas. “Me dije: ‘¡Qué tontería!, si me va a acompañar mejor mi propia naturaleza que cualquier fantasía”, comenta, quitándole importancia a una decisión que en el caso de varias de sus colegas ha hecho correr ríos de tinta. “No tiene ningún mérito. Me parece que habría hecho lo mismo si me hubiera dedicado a otra cosa. La vida misma”, zanja la actriz, Premio Nacional de Cine, David de Donatello, Medalla de las Bellas Artes o Gran Premio de la Crítica de Nueva York, por citar algunos de los numerosos galardones que ha recibido a lo largo de sus 45 años de carrera.

Da la sensación de que lleva estupendamente envejecer.

Cuando ya tienes cierta edad, como yo que voy a hacer 67 años, y los tuyos se han ido antes que tú, y la vida es como es, que no sabes nunca nada... pues lo único que siento es agrade- cimiento. Y que Dios me dé el tiempo que sea posible.

Su oficio, ¿es especialmente cruel con las mujeres?

Yo creo que es la profesión más bella: poder ser otros seres humanos. Porque lo más hermoso son las personas y atender juntos con nuestros actos lo que el mundo necesita de nosotros. Aunque es un mito incontestable de la cultura europea, cuando habla de esa forma tan peculiar, entre poética y despistada, siempre preocupada por el interlocutor a quien interpela y llama por su nombre, Ángela Molina con- sigue que ser la hija de una leyenda de la canción popular —Antonio Molina— o la última musa de uno de los cineastas más importantes de la historia —Luis Buñuel— parezca lo más normal. “Para divo, mi padre. Todo giraba a su alrededor”, dijo hace unos meses en una entrevista a propósito del Goya de Honor que acababa de recibir, justo reconocimiento a una trayectoria que arranca en la Transición y que, gracias a Buñuel, adquirió una enorme proyección internacional que le ha permitido trabajar con Ridley Scott, Lina Wertmüller, Giuseppe Tornatore, Marco Bellocchio, Alain Tanner o los hermanos Taviani.

Ha vivido rodeada de las grandes figuras del siglo XX, ¿encuentra algún rasgo característico común a todas ellas?

La pasión por la vida y el compromiso que conlleva. Esa especie de visión que uno tiene al sentirse comprometido y responsable en la búsqueda de su propia verdad.

¿Quién le ha impresionado más?

No voy a ser nada original: mi padre.

¿Cuál es su canción favorita de Antonio Molina?

Dime qué motivos tienes, un fandango muy humilde. En su época dorada él interpretaba la mayoría de sus canciones con orquesta sinfónica, pero esa está grabada con una guitarra y el taconeo de una bailaora. Tiene mi padre un color en la voz que no he vuelto a escuchar en ningún otro tema suyo, es único. Es ese momento y esa necesidad. Cada vez que la oigo me parte el corazón. Es magnífica. También me encantan El agua del avellano, Una paloma blanca... Todas y cada una son únicas.

¿En casa de los Molina habría estado bien visto no dedicarse al arte?

Todo estaba bien visto si uno lo sentía a su manera y era para bien.

¿Cuándo supo que sería actriz?

De niña, ya el ascensor de mi casa era un pequeño teatro para mí. Tenía un asientito de terciopelo rojo frente a un espejo enmarcado y yo me sentaba y hablaba conmigo misma y con los demás.

Esa niña también amaba la poesía, los clásicos. “Leía a Zola, a Dostoyevski, a Tolstói, a Chéjov, a Cervantes y a Lorca con muy pocas luces para entenderlos. Y, sin embargo, me dejaba imbuir por esas personas que me estaban brindando la oportunidad de conocerlas, y de conocerme a mí misma a través de mundos que sentía desconocidos, pero que sabía reales, porque eran humanos”, relata. Una pasión, la de la lectura, que aprendió de su madre, Ángela Tejedor. “Era una mujer con un sentido de la justicia que ejercía en continuidad. Inteligente, valiente, emprendedora, sabía que tenía que ser el cabeza de familia porque mi padre se debía a su público, y supo crear esa forma de funcionar valiente y, al mismo tiempo, confiada”, dice de la matriarca de los Molina, que falleció en mayo a los 88 años.

¿Qué cree que ha heredado de ella?

Tengo tantas cosas. La tengo a ella en mi ser.

La historia de amor de sus padres, que se conocieron cuando ella tenía 14 años y él, 17, que vivieron juntos 40 años y tuvieron ocho hijos, ¿daría para una serie y varias películas?

Sí, por eso las hago. Ellos son irremediablemente mi inspiración.

Antonio Molina, “la voz prodigiosa e incomparable”, tardó seis meses en llegar a Madrid andando desde Málaga. “Mi padre fue autodidacta y sabio, tenía una letra que parecía un notario”, dice la actriz entre risas. "Mis abuelos maternos, mi abuelo era alcalde de Fuencarral, le pagaban las clases de canto con los maestros que acabaron escribiendo sus canciones más famosas”, revela Molina, que recuerda que la carrera del artista despegó como telonero de Manolo Caracol, con quien llegó a grabar un disco. “Mi padre lo adoraba, pero un día Manolo le dijo: ‘Antonio, vete y móntatelo tú por tu cuenta, porque me vas a arruinar. Y ya mi padre empezó a arrasar. En esa época no podía salir a la calle, las mujeres le querían arrancar la ropa, era una pasada. Era como los Beatles”. Efectivamente, a partir de los años cincuenta y sesenta Antonio Molina se convirtió en uno de los grandes hitos de España; sus canciones, Soy minero o Adiós, mi España querida, en himnos. Y sus películas, como El pescador de coplas, La hija de Juan Simón o Esa voz es una mina, eran taquillazos. Creó su propia compañía, con la que iba de gira por España y por América, con un cuerpo de baile de 20 personas. La primera bailarina durante muchos años, Tona Radely, abría el espectáculo declamando un poema. “Era una mujer elegante y culta que me daba clases de danza en la calle de la Ballesta. Antes de empezar me mandaba como a Caperucita Roja a la tienda de ultramarinos a comprarle su queso favorito, emmental, y una botellita de Fino La Ina. Las chicas de la calle ya me conocían, y me saludaban. Iba a clase con Casilda Varela, la primera mujer de Paco de Lucía. Que, por cierto, uno de sus maestros fue el guitarrista de mi padre, y gran amigo suyo, el Niño Ricardo”.

Fue precisamente Tona Radely quien un día, en el ascensor de la casa familiar en la calle de Guzmán el Bueno al volver del colegio —las monjas del Santo Ángel de la Guarda de la calle del Tutor, donde compartía recreo con Cristina Almeida y Pilar Miró (“Me lo contaron ellas con el tiempo, cuando las conocí, porque yo era más pequeña. Con el chófer, Fernando, que imitaba a Elvis Presley, y que nos iba a buscar al colegio en un Mercedes negro, no pasábamos desapercibidos”)—, le dijo: “Tú, Ángela, serás la mejor actriz del mundo”. A pesar de que parecía más encaminada hacia la danza, la premonición se cumplió. En 1975 llegó su primer papel en el cine: No matarás, de César Fernández Ardavín. Curiosamente, le costó un enorme disgusto... por su pelo. “Me lo decoloraron y me lo quemaron”, cuenta. “¡Hija, si quieres dedicarte a este oficio tendrás que hacer de puta, de monja, de rubia, de morena, de lo que sea! ¡Y eso ya puedes empezar a tenerlo claro!”, le dijo su padre cuando la vio llorando desconsoladamente.

 “Lo pasé francamente mal. Unos meses después José Luis Borau me ofreció un papel en Furtivos. Me tenía que rapar y le dije que no. Soñaba por las noches y decía: ‘No quiero ser como Catherine Deneuve’, ya ves tú, porque en sueños me veía rubia platino. Ese sueño encerraba algo que me ha sido revelado ahora, ya que acabo de trabajar con la hija de Catherine, Chiara Mastroianni, en Cet été-là, una película que he rodado en Francia con Eric Lartigau y en la que interpreto a su madre. Las casualidades tienen un exceso de sentido”, reflexiona la actriz, que en un gesto prematuro de rebeldía capilar se dejó las raíces de su color. “Castaño claro, que luego lo puso de moda Madonna, pero a mi me tocó llevarlo porque así era el camino".

Apenas le había dado tiempo a recuperar su melena cuando se puso a rodar seis películas casi seguidas: Las largas vacaciones del 36, de Jaime Camino; El hombre que supo amar, de Miguel Picazo; La ciudad quemada, de Antoni Ribas; y Camada negra, de Manuel Gutiérrez Aragón, de quien recuerda entre risas que, cuando se equivocaba, decía a todo el equipo: “Vamos a seguir a Ángela, que se ha equivocado pero seguro que tiene razón”. Esta última cambiaría su vida, ya que contó con un espectador de excepción: Luis Buñuel.

Nada más verla, el director de Un perro andaluz la citó en su apartamento de la Torre de Madrid. “Llovía, llegué chorrean- do, él me quitó la capucha con mucho amor, me acarició la carita: ‘De dónde vienes’, me preguntó. ‘De clase y del metro’, le contesté. Nos sentamos, empezamos a hablar de pájaros, de jamón pata negra, de mis hermanos, de mi padre, de todo. Fue muy ilusionante, muy dulce... Salí de allí en un estado de felicidad que me persiguió durante todo el rodaje”, cuenta la actriz que, efectivamente, protagonizó Ese oscuro objeto del deseo, la última película de Luis Buñuel, basada en un relato del escritor Pierre Louÿs, La mujer y el pelele, que ya había sido adaptada al cine en otras tres ocasiones. Naturalmente, ninguna tenía nada que ver con la de Buñuel, que escogió a Molina y a la actriz francesa Carole Bouquet para encarnar el mismo papel, el de Conchita, y a Fernando Rey para interpretar al enamorado. “Después de rodar la escena en la que Conchita baila desnuda en un tablao flamenco, Buñuel necesitaba que el personaje de Fernando se sintiera consternado y frágil. Para ayudarlo, me pidió que, justo antes de gritar ¡acción!, le dijese que le olían los pies. Se lo susurré al oído. Fernando me

miró absolutamente flipado, rojo, titubeante. Rodamos, la escena quedó fantástica, hicimos una sola toma, y nos empezamos a reír. Fernando se dio cuenta de que era una de las nuestras”, rememora la actriz. “Con Buñuel todo era pasión y divertimento. Era muy respetuoso y muy misterioso al mismo tiempo. Si algo le emocionaba, le emocionaba de verdad. Era una persona de una pureza monumental. Una mañana estábamos ya vestidos en el Bois de Boulogne, listos para rodar muy tempranito, y salió un electricista de un camión cargado de cables. Buñuel le dio los buenos días y le preguntó: ‘¿Qué llevas ahí? ¡Pásaselo a Fernando! ¡Fernando, camina un poco con el saco hacia allá, a ver cómo te queda!’. Fernando se puso el saco sobre los hombros... y en

la escena en la que él y Conchita hablan de amor y de tantas otras cosas aparece con el saco”, evoca Molina. “Yo le pregunté: ‘Don Luis (le hablaba muy alto porque era sordo y me lo pidió desde el principio), don Luis, ¿por qué le ha pedido a Fernando que cargue ese saco?’. Y se me quedó mirando, con esos ojos risueños que tenía él siempre llenos de sentimiento que no se te olvidaban nunca y me dijo, canturreando la Quinta sinfonía de Beethoven: ‘¿Y por qué?... Tantatachán’ [como preguntando: “Por qué el arte es arte?”]. Buñuel ha dejado una huella en el mundo del cine, y en mi vida, de una valentía y de una genialidad…perfectas. Como una flor".

Usted es así?

No. Yo soy de otra manera, pero adoro las flores.

Siempre ha sido una actriz desinhibida y valiente, pero ¿qué no se ha atrevido a hacer?

Nada. Bueno, sí. Alguna vez, es verdad, he dicho que no porque me ha pillado criando a mis hijos. Ten en cuenta que, a la hora de la verdad, cinco hijos [Olivia, Mateo, Samuel, María y Antonio] es un mundo. Y lo primero son ellos. Y eso sí me ha hecho decidir decir “no” a un trabajo, por ejemplo con Carlos Saura [Carmen], con Bigas Luna [Las edades de Lulú], que hubiese deseado hacer en otro momento de mi vida —apunta la actriz, que rehusó trabajar con Pedro Almodóvar en ¿Qué he hecho yo para merecer esto? antes de filmar Carne trémula y Los abrazos rotos.

¿Cuál es su gran papel?

Es que es muy difícil elegir, porque cada uno conforma mi vida. Si faltara alguno, la obra estaría incompleta. Lo que haces es tu vida. Si te digo que suelo tener debilidad por los que más han gustado al público, pues es verdad. Pero hay amores especiales por otros personajes. Cada uno te da lo suyo.

Las cosas del querer...

Lo que me seduce de Las cosas del querer es que es una película muy viva pero llena de defectos, y sus defectos son sus virtudes. Cuando se estrenó, no se llevó ningún premio, pasó sin pena ni gloria. Fue el público el que hizo esa película.

La cinta de Jaime Chávarri le permitió recordar su infancia, sus tardes en el teatro viendo ensayar a su padre, “muy quietecita, en su palco. Cuando acababa el primer acto, allí estaba yo dándole la toalla para que se secara el sudor. A veces me cogía en brazos para salir al escenario a recibir el aplauso del público. Yo tendría tres años, era un bebé, y me parecían bandadas de pájaros volando hacia nosotros. Es surrealista, pero es lo que recuerdo”. El artista, que siempre reconoció su debilidad por su hija mayor —“Yo los quiero a todos igual, pero Ángela es la niña de mis ojos”, decía—, asistió orgulloso al rodaje del filme, un homenaje a la copla española y a sus artistas.

¿La copla está siendo reivindicada?

Creo que la gente joven es muy agradecida. Mi hija María me cuenta que cierran las discotecas con versiones rap de Soy minero. El otro día en la calle había un grupo de chicos cantando un tema de mi padre, volví la cabeza y me arrancaron una sonrisa de oreja a oreja. “Qué vida tan hermosa hacemos entre todos”, pensé. El arte de la copla está vivo, lo demás son juicios. Llega al corazón de todos. Es alegría, fusión, comunicación. Es belleza.

El director de Las cosas del querer, adaptación libre de la vida del cantaor Miguel de Molina que Ángela protagonizó junto a Manuel Bandera y Ángel de Andrés, y que tuvo una secuela —“Te la aconsejo porque te puede gustar”, me dice—, le entregó en marzo el Goya de Honor, que ella agradeció con un discurso impecable y maravillosamente articulado. “Tenía presentes a mis compañeros, a la vida del cine, de la cultura, que compartimos todos. Trataba de no olvidar a nadie, lo que es muy difícil porque somos muchos”. En la gala llevó su melena suelta y canosa, los labios rojos y un traje de alta costura de Armani, por quien siente “un cariño histórico. Él hizo mío ese vestido”. Esa noche se cumplieron las palabras de Manuel Gutiérrez Aragón en A los actores (Anagrama): todo el mundo se enamoró de ella. El premio, para el que había estado nominada en cinco ocasiones sin que le importase no ganarlo, no pone fin a una carrera inabarcable. Está a punto de estrenar La piedad, de Eduardo Casanova, de la que habla por primera vez. “Es el retrato de un amor mal entendido, de una patología del amor entre una madre y un hijo dentro de una estética absolutamente... sobrecogedora”. Comenta entusiasmada del que, dice, es su papel “más extraño”. Ya se lo advirtió su padre: “¡Hija, si quieres dedicarte a este oficio tendrás que hacer de puta, de monja, de rubia, de morena, de lo que sea!”.

 

 

POR PALOMA SIMÓN - 12 DE DICIEMBRE DE 2021

https://www.revistavanityfair.es/articulos/angela-molina-entrevista-padre-antonio-hija

 

 

 

 

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