CONCHA CALERO
ENTREVISTA A CONCHA CALERO
«Nunca tuve
que bailar para los señoritos»
CÓRDOBA. Hay en la academia de Concha Calero una inequívoca atmósfera de fin de viaje. Aún cuelgan sobre las paredes algunos cuadros que evocan la gloria pasada y el enorme espejo todavía atraviesa la sala de punta a punta. Pero hoy es lunes y ni un alma se entrega al taconeo enfebrecido de la bulería. Desde que Concha Calero colgó su vestido de cola el pasado año, se bate en retirada también como profesora de baile. Y esta academia, que fue escuela de bailaores durante más de 30 años, se convertirá más pronto que tarde en una coqueta promoción de viviendas. Así es el ciclo de la vida. También en el arte flamenco.
«Nací en el barrio de Santa Marina, que es un barrio muy flamenco y muy torero. Mi familia era humilde, pero muy bien avenida y con mucho arte. Vivía en una casa de vecinos, donde se celebraba la Semana Santa, la Feria y, sobre todo, la Navidad. Hacíamos candelas en el patio y se venía toda la calle a cantar con panderetas y tapaderas de cocina».
Concha Calero (Córdoba, 1952) forjó su arte al calor de un puchero muy cordobés: es tía del torero Calerito, su madre rezumaba flamencura por los cuatro costados y su padre era presidente de la Peña Cucharón. Eso sí, como perfecto cordobés, no daba dos pataítas sobre el tablao ni aunque lo amarraran. Concha Calero tuvo, con todo, que aprender a bailar casi clandestinamente, ante la oposición frontal de su progenitor y de la cultura dominante de entonces. «Que en su casa hubiera una artista, no lo veía bien, como nadie en aquella época. Era la mentalidad de esos años».
Dio sus primeros pasos en la danza con una pareja de su misma calle, con quienes montaba su propia coreografía, y poco después aprendió con el maestro Fraguero, un pianista flamenco. Córdoba era entonces un yermo en danza flamenca. Apenas existían espectáculos y mucho menos academias de baile. Su oportunidad le llegó de la mano de Juan Morilla y su ballet. Tenía 15 años y se trasladó a Madrid durante dos meses para aprender contrarreloj los bailes que después interpretaría en el espectáculo de Juanito Valderrama y Dolores Abril. Destino Beirut Empujada por su incontenible entusiasmo, se adentraba en la academia Amor de Dios a las nueve de la mañana y salía a las once de la noche con el cuerpo entumecido y los pies pulverizados. «Eran otros tiempos. La necesidad obligaba, pero era feliz: quería ser una artista».
¿La falta de necesidad ha cambiado el mundo flamenco?
El mundo flamenco, no: lo ha cambiado todo. Hoy los niños lo tienen todo. Antes de empezar a bailar, una niña ya tiene cinco o seis vestidos y unos zapatos Gallardo. Antiguamente, como no teníamos zapatos Gallardo ni vestidos, nos mirábamos unas a otras para aprender.
Su primer destino fue nada menos que Beirut y a su padre
hubieron de convencerlo los vecinos para que permitiera que aquella chiquilla
cumpliera su sueño al otro lado del mundo. En la capital libanesa permaneció
durante año y medio conectada con su familia únicamente por carta. «Morilla no
fue nuestro jefe ni nuestro maestro: fue nuestro padre. Éramos menores y
necesitábamos autorización para viajar. Nos enseñó a reír y a llorar y todo con
una disciplina grandísima. Éramos seis niñas y hasta para echar una carta
teníamos que pedir permiso. Él tenía toda la responsabilidad y le teníamos un
respeto que no hay ahora».
Concha Calero es una mujer hecha con madera de otro tiempo. Su semblante es
indisimuladamente duro y trasluce un carácter severo, que no se esfuerza en
camuflar. Añora la cultura de aquellos años, el respeto a los mayores, la
disciplina y la filosofía del esfuerzo. Y rehúsa sin rodeos posar a horcajadas
en una silla de anea. «Eso no es propio de mujeres», se excusa. A su regreso de
Beirut, recaló en la compañía de Salomé, en Valencia, y después en Canarias, con
Bambino, un rumbero «sinvergüenza, buen artista y mejor persona». Finalmente, la
ausencia de una chica le brindó una nueva oportunidad y accedió al Ballet
Nacional, dirigido entonces por María Rosa. Allí contactó con el guitarrista
Rafael Rodríguez Fernández «Merengue de Córdoba», con quien forma pareja
sentimental y artística desde hace más de 35 años.
Panorama desolador. Cuando regresó a Córdoba, el panorama del baile era desolador. «El flamenco estaba perdido», recuerda. En 1983 obtuvo el primer premio de baile del Concurso Nacional de Flamenco de Córdoba. Fue la primera cordobesa en lograr el por entonces máximo galardón del arte flamenco de España.
¿Se siente apreciada en Córdoba?
Demasiado, para ser una ciudad tan rara. Sin demasiada convicción, puso en marcha la primera academia de baile flamenco de Córdoba, espoleada, quizás, por la abrumadora demanda del momento. En Ciudad Jardín, un constructor amigo suyo la animó a montar la academia y antes de que activara la publicidad ya tenía inscritos a 200 alumnos.
¿Le sedujo la enseñanza?
A mí, la enseñanza me gusta mucho. Pero como la enseñanza de antes, que se podría reñir a los niños y las madres no se metían en nada. Había disciplina y eso se ha ido perdiendo. Mi maestro me amenazaba con tirarme la bota y me decía: «Tú no sirves para nada». Eso era otra cosa. Nos enseñaban a bailar y a ser persona. Pero la enseñanza es muy ingrata. Tú lo pones todo y cuando aprenden ya han sido ellas y tú no eres nadie.
¿Ha vivido la noche flamenca?
He tenido la suerte de trabajar en teatros y no he vivido el flamenco de pasar hambre ni aguantar a señoritos. Nunca he aguantado a nadie porque he tenido un carácter muy fuerte. Al único que le he bailado ha sido al Cordobés. Iba con su señora y cuando terminaba me pagaba y punto.
¿Qué echa de menos del escenario?
Me he quitado cuando tenía que quitarme. No quería que me quitaran. Empecé dignamente y me he retirado dignamente.
¿Se quitó un peso de encima?
Siempre me dio mucho miedo. Me tapaba los oídos para no oír la presentación. El artista bueno siempre tiene miedo. Yo he terminado de bailar y he salido llorando porque no me ha gustado la actuación.
¿Fuerza o técnica?
Yo he tenido mucha fuerza.
¿Qué queda por inventar en la danza?
El baile y la guitarra han cogido un nivel grandioso. Por eso, en parte, me he quitado. Porque la juventud está pegando muy fuerte y si no estoy a la altura, me quito y doy paso a otras personas.
¿Se puede bailar una soleá sin dolor?
No. El flamenco, habiendo necesidad, tiene más «feeling». Para bailar soleá hay que meterse dentro.
¿Se puede enseñar el arte?
El arte es imposible enseñarlo. Y menos en el Conservatorio, digan lo que digan.
¿A quién admira?
A todos los antiguos. La mujer ha perdido un poco aquello y baila como los hombres.
¿De qué se arrepiente?
De nada. Hasta de lo malo se aprende.
¿Qué le ha quedado por hacer
Haber estudiado un poco. De eso sí me arrepiento. Pero ahora no tengo ganas de ná.
¿Cómo ve el arte de Concha Calero?
Soy una mujer normal, una luchadora, una trabajadora, con fuerza y garra.
25-11-2007 03:14:37. TEXTO: ARISTÓTELES MORENO. FOTOS: VALERIO MERINO
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